¿Sentarse junto a un poeta cuando escribe? ¿Presenciar cómo filma un director de cine? ¿Acompañar a un pintor mientras crea? Lo que en otras artes no pasa de ser un sueño se volvió ahora realidad en la música gracias a una innovadora serie de conciertos en Berlín que diluye la frontera entre intérpretes y público.
La sala Konzerthaus, una de las más prestigiosas de Alemania, ofrece la experiencia única de asistir a un concierto desde una perspectiva hasta ahora restringida a unos pocos: desde dentro de la orquesta. Codo a codo con los intérpretes y frente al director, como un músico más.
"Es sin duda algo radical, pero quería hacer que el público pudiera escuchar alguna vez nuestra orquesta como la escuchamos nosotros los músicos: cerca, intensa, vibrante", explica el húngaro Iván Fischer, director musical del Konzerthaus y creador del ciclo "Mittendrin" ("En el medio").
La sala Konzerthaus, una de las más prestigiosas de Alemania, ofrece la experiencia única de asistir a un concierto desde una perspectiva hasta ahora restringida a unos pocos: desde dentro de la orquesta. Codo a codo con los intérpretes y frente al director, como un músico más.
"Es sin duda algo radical, pero quería hacer que el público pudiera escuchar alguna vez nuestra orquesta como la escuchamos nosotros los músicos: cerca, intensa, vibrante", explica el húngaro Iván Fischer, director musical del Konzerthaus y creador del ciclo "Mittendrin" ("En el medio").
La idea trastoca por completo el rito del concierto tradicional. La sala ya no se organiza en dos zonas separadas -butacas y escenario-, sino en un único espacio que mezcla sillas de espectadores y de músicos colocadas de forma circular en torno al director.
Cuando se abren las puertas, los músicos ya están distribuidos. Cada asistente elige sitio junto al instrumento que prefiera. La escena produce risas y expresiones de sorpresa entre los espectadores, pero también entre los músicos: para todos es una experiencia nueva. Y pronto unos y otros comienzan a relacionarse y conversar.
"Ahora tengo que encontrar a los músicos", bromea Fischer al llegar a su púlpito, una especie de isla en el medio de un mar de cabezas. "¿Dónde están los cellos? ¿Dónde están los vientos?"
Los primeros compases no dejan lugar a duda: la sorpresa de estar "en el medio" de la orquesta es sobre todo acústica. No sólo por los sonidos que llegan desde todos los ángulos, como en un perfecto sistema de música 3D, sino también por el contacto íntimo con los instrumentos y la posibilidad de escuchar texturas mudas que se pierden en un concierto normal: el ruido del aire en la flauta, el roce afónico del arco en la viola, la resonancia que deja el timbal.
Pero Fischer aún esconde otro recurso para acercar la música al público y al modo en que escuchan los intérpretes: el concierto es también una clase magistral. El director comenta la pieza entre movimiento y movimiento -otro tabú roto- adelantando lo que se escuchará a continuación.
Con una extraña mezcla de erudición, claridad y humor, Fischer enseña a detectar la variación de un tema, pregunta si entre el público alguien baila minuetos, adelanta que la orquesta "reirá" en un movimiento con la indicación "Scherzo" (broma, en italiano) o que la sinfonía del programa (la cuarta de Johannes Brahms) es una de las pocas en la historia de la música que termina en modo menor.
"¿No es una maravilla? Cada vez que escucho esta parte se me pone la piel de gallina", dice con un entusiasmo que se contagia a un público más inmerso que nunca en la música.
Fischer también revela lo difícil que el experimento resulta para sus músicos: "En una orquesta se trata en un 80 por ciento de escuchar y en un 20 por ciento de tocar. Con esta disposición, los músicos reciben tarde y bajo el sonido de sus colegas".
Pero el esfuerzo vale la pena para el director. "Es divertido ver a músicos y público juntos y percibir la alegría que les provoca esa cercanía", cuenta.
Una hora de esa atmósfera íntima termina con una ovación y otra escena inusual: la de intérpretes y espectadores abandonando la sala juntos. Las conversaciones entre los vecinos que compartieron el concierto se extienden varios minutos, aunque unos lleven en la mano un programa y otros un violín. Nadie quiere marcharse.
"Fue increíble. Es una pena que haya terminado, me habría encantado seguir", cuenta Helene, una cantante de 23 años que presenció el concierto junto a un clarinetista. A su lado, una aficionada que lee música pregunta aspectos de la partitura al flautista.
También a Anja, maestra, le cuesta dejar la sala. "El contacto directo con los músicos es muy sorprendente. Todo se escuchaba muy diferente. Y las explicaciones del director fueron maravillosas. Repetiría la experiencia sin dudarlo".
Los músicos, por su parte, coinciden con Fischer en que la serie "Mittendrin" les presenta un desafío inesperado.
"La distancia con los colegas es difícil. Lo normal es que estemos rodeados del resto de músicos", explica Stefan Markowski. Pero el violinista celebra la cercanía con el público -"al lado tenía un señor muy amable que sabía leer música"- y el reto que representa tocar con esa configuración diferente.
La violista española Ester Alba López coincide en que se trata de "un muy buen ejercicio" aunque a veces "no suene tan limpio como a uno le gustaría". "En las cuerdas tenemos que estar super pendientes, porque no hay un líder. Tenemos que tocar con mucha iniciativa y atención, como nos dice Fischer".
Acostumbrada a un instrumento que frecuenta segundas voces, Alba López rescata también que el público mezclado entre los músicos tiene acceso a sonidos que no escucharía en otro concierto.
"Algunos se me acercan y me dicen: 'No sabía que tu instrumento tenía una parte tan bonita'", cuenta. Esos descubrimientos son los que hacen que público y músicos dejen la sala como cuando entraron: con una sonrisa.
"Ahora tengo que encontrar a los músicos", bromea Fischer al llegar a su púlpito, una especie de isla en el medio de un mar de cabezas. "¿Dónde están los cellos? ¿Dónde están los vientos?"
Los primeros compases no dejan lugar a duda: la sorpresa de estar "en el medio" de la orquesta es sobre todo acústica. No sólo por los sonidos que llegan desde todos los ángulos, como en un perfecto sistema de música 3D, sino también por el contacto íntimo con los instrumentos y la posibilidad de escuchar texturas mudas que se pierden en un concierto normal: el ruido del aire en la flauta, el roce afónico del arco en la viola, la resonancia que deja el timbal.
Pero Fischer aún esconde otro recurso para acercar la música al público y al modo en que escuchan los intérpretes: el concierto es también una clase magistral. El director comenta la pieza entre movimiento y movimiento -otro tabú roto- adelantando lo que se escuchará a continuación.
Con una extraña mezcla de erudición, claridad y humor, Fischer enseña a detectar la variación de un tema, pregunta si entre el público alguien baila minuetos, adelanta que la orquesta "reirá" en un movimiento con la indicación "Scherzo" (broma, en italiano) o que la sinfonía del programa (la cuarta de Johannes Brahms) es una de las pocas en la historia de la música que termina en modo menor.
"¿No es una maravilla? Cada vez que escucho esta parte se me pone la piel de gallina", dice con un entusiasmo que se contagia a un público más inmerso que nunca en la música.
Fischer también revela lo difícil que el experimento resulta para sus músicos: "En una orquesta se trata en un 80 por ciento de escuchar y en un 20 por ciento de tocar. Con esta disposición, los músicos reciben tarde y bajo el sonido de sus colegas".
Pero el esfuerzo vale la pena para el director. "Es divertido ver a músicos y público juntos y percibir la alegría que les provoca esa cercanía", cuenta.
Una hora de esa atmósfera íntima termina con una ovación y otra escena inusual: la de intérpretes y espectadores abandonando la sala juntos. Las conversaciones entre los vecinos que compartieron el concierto se extienden varios minutos, aunque unos lleven en la mano un programa y otros un violín. Nadie quiere marcharse.
"Fue increíble. Es una pena que haya terminado, me habría encantado seguir", cuenta Helene, una cantante de 23 años que presenció el concierto junto a un clarinetista. A su lado, una aficionada que lee música pregunta aspectos de la partitura al flautista.
También a Anja, maestra, le cuesta dejar la sala. "El contacto directo con los músicos es muy sorprendente. Todo se escuchaba muy diferente. Y las explicaciones del director fueron maravillosas. Repetiría la experiencia sin dudarlo".
Los músicos, por su parte, coinciden con Fischer en que la serie "Mittendrin" les presenta un desafío inesperado.
"La distancia con los colegas es difícil. Lo normal es que estemos rodeados del resto de músicos", explica Stefan Markowski. Pero el violinista celebra la cercanía con el público -"al lado tenía un señor muy amable que sabía leer música"- y el reto que representa tocar con esa configuración diferente.
La violista española Ester Alba López coincide en que se trata de "un muy buen ejercicio" aunque a veces "no suene tan limpio como a uno le gustaría". "En las cuerdas tenemos que estar super pendientes, porque no hay un líder. Tenemos que tocar con mucha iniciativa y atención, como nos dice Fischer".
Acostumbrada a un instrumento que frecuenta segundas voces, Alba López rescata también que el público mezclado entre los músicos tiene acceso a sonidos que no escucharía en otro concierto.
"Algunos se me acercan y me dicen: 'No sabía que tu instrumento tenía una parte tan bonita'", cuenta. Esos descubrimientos son los que hacen que público y músicos dejen la sala como cuando entraron: con una sonrisa.
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